30 mayo 2009

CUATRO BALAS


Querido Corpi:
La otra noche estuve paseando por la zona donde están enterrados los fallecidos durante la guerra civil y vi a un hombre sentado frente a su casa, con el codo apoyado en la rodilla sosteniendo una cabeza que le debía pesar muchísimo a causa de tanto pensamiento acumulado durante tanto tiempo. Me acerqué hacia él y, sin pedir permiso, me senté a su lado.
-Buenas noches, amigo –le dije-. Le veo un poco pensativo.
El hombre me miró con desgana sin levantar la cabeza, y con pereza me dio las buenas noches balbuceando las palabras y sin despegar los labios que mantenía entrecerrados sosteniendo una colilla tan antigua como él. Durante unos minutos estuvimos en silencio, y como comprobé que el individuo no tenía muchas ganas de hablar, me levanté para irme y no molestarle, pero cuando aún estaba en cuclillas, una mano poderosa me agarró del brazo y tiró de mí hacia abajo con tanta fuerza que crujieron todos mis huesos al contactar contra el suelo.
-No lo entiendo –me dijo por fin-. No entiendo por qué estoy aquí.
-Sí, suele pasar. La verdad es que nadie entiende por qué está…
-Yo llevaba tres días –me interrumpió- fuera de casa. Había ido a llevar leña a Valencia con el carro y volvía cargado con tres sacos de arroz; la mayor fortuna que había tenido hasta entonces. Poco antes de llegar a mi casa, ya de noche, paré en la taberna de Olimpio a tomarme dos cazallas y saludar a los amigos. Imagínese usted: tres días sin probarla, comiendo malamente y durmiendo peor; con la cabeza llena de pulgas y la ropa de chinches. Cuando iba a salir del tugurio acababan de entrar dos soldados. Uno debería ser algún mando, yo no entiendo de eso, porque de puro pobre que fui toda mi vida, ni siquiera hice la mili. La cuestión es que al salir tropecé con él y con el cigarro que llevaba le quemé con la brasa el brazo. El aullido que dio hizo callar a todos los que estaban tomando en la sala: “¡maldito estúpido!” me dijo, y me dio tal empujón que casi me tira al suelo. Yo me quité la boina y le pedí perdón, pero el tío me pegó una patada en el culo y me dijo que me fuera. En el exterior había un camión parado y dos soldados con sendos fusiles vigilando la caja. Yo cogí a mi Parda y partí con paso lento hacia mi casa que dista un kilómetro del pueblo. Ya se veía la luz del candil por la lumbrera cuando oí el rugido de un motor que venía por detrás. Cuando me alcanzó, resultó ser el camión de los soldados que se detuvo a mi vera. Descendieron dos de ellos y a empellones me subieron a la caja. Afortunadamente, le arreé una palmada en el anca a la mula con la que espero que llegara a casa. ¡Una fortuna llevaba en el carro! Dentro de la caja del camión había cuatro hombres con las manos atadas a la espalda y dos soldados con sus armas vigilándolos. Las caras de aquellos condenados no me hubiera gustado verlas ni en el infierno, por la maldad y el odio que desprendían. A mí también me ataron las manos. Estuvimos toda la noche viajando. Yo pensaba en mi Paquita y en mis cinco hijos y deseaba que al menos hubieran visto el arroz. Se podrían quedar una parte para comer y con la otra hacer negocio. Al alba se paró el camión y al grito de: “¡Abajo rojos del demonio!, nos obligaron a empellones a bajar del vehículo. Nos hicieron caminar un rato por el interior de un bosque hasta que nos detuvimos en un claro. Nos escoltaban cuatro soldados y el mando de la taberna. Nos pusieron en fila y nos dieron un cigarrillo encendido a cada uno que sólo podíamos sostener con los labios; entonces, el mando empezó a hablarnos paseando por delante de nosotros y mirándonos a los ojos como si quisiera leer nuestros pensamientos: “Escuchadme bien, rojos de mierda: sabéis que habéis cometido graves delitos contra nuestra Patria; el solo hecho de ser rojo ya es una causa suficiente para merecer la muerte, pero es posible que alguno de vosotros haya hecho lo correcto para permanecer todavía un poco más en este mundo. El pelotón de fusilamiento estará formado por cuatro hombres, y sólo disponemos de cuatro balas. Vosotros sois cinco. Por lo tanto, alguno de vosotros salvará la vida. Que sea Dios Todopoderoso, quien, en su inmensa sabiduría, sepa elegir quien merece vivir un poco más”. Entonces se puso a un lado y ordenó al pelotón que cargaran las armas, que apuntaran y que dispararan. Cuatro balas destrozaron mi corazón.

11 mayo 2009

EL REINO DE LOS MUERTOS


A partir de hoy, todas las cartas que publique serán nuevas.

Querido Corpi:

El otro día hacía una noche muy fría y desapacible; el viento húmedo y algunas gotas de agua invitaban a quedarse calentito dentro de las tumbas, pero aun así, coincidimos cuatro en el centro del cementerio y nos fuimos a dar una vuelta. Íbamos caminando en silencio, cada uno pensando en sus cosas, cuando, de repente, alguien preguntó:
-¿A qué reino pertenecemos los muertos?
-Vaya pregunta que has hecho, Vicente. Al reino de los animales, por supuesto. Si de vivos somos animales, de muertos también, ¿o no?
-Pues no –contestó Arcadio cargado de razón-. ¿Acaso no llaman a una persona que no tiene conciencia absoluta de nada, un vegetal? Por lo tanto pertenecemos al reino de los vegetales, porque a nosotros se nos supone que no tenemos ninguna conciencia porque estamos muertos.
-Vaya tonterías que decís los dos –intervino Vicente-. Los muertos pertenecemos al reino mineral, porque en nuestra descomposición, lo único que no desaparece de nosotros son los minerales.
Cuando terminaron de hablar, los tres se pararon delante de mí y me miraron esperando que mi opinión diera a uno de ellos como vencedor en la disputa, puesto que ahora estaban empatados. Yo enseguida comprendí sus intenciones y les dije:
-Pues a mí, el día de mi entierro, el cura me dijo que a partir de ahora pertenecería al reino de los cielos.

10 mayo 2009

EL ENTIERRO DE OVANDO GUERRA

Querido Corpi:
Esta noche, paseando por el cementerio, he pasado por delante del nicho de Ovando Guerra y me he acordado de su entierro, un hecho ocurrido hace muchísimo tiempo y que fue muy comentado entre el vecindario. Te cuento:
Desde el mismo momento de su nacimiento, se le auguró al bueno de Ovando una existencia problemática. Durante el embarazo de su madre se pensaba que ésta llevaba trillizos por la enormidad de la barriga que lucía la señora, pero en el momento del parto se comprobó que estaban equivocados. Cuando la matrona tiró de la cabeza del neonato empezó a salir niño, tanto que no se acababa nunca: 99 cm. midió al nacer. Te podrás imaginar el alivio de sus padres por una parte, pues sólo era uno, y la sorpresa por otra, pues casi estaba preparado para ir a la escuela. Como comprenderás, esto le acarrearía muchos problemas a lo largo y alto de su vida, pero con tesón y buen ánimo los fue superando, hasta se casó y todo con una buena mujer que lo quiso mucho, pero que no consiguió darle ningún hijo; las malas lenguas dicen que tenía miedo a que le saliera una jirafa y hacía lo imposible por quedarse embarazada.
Ovando Guerra, desde su altura de bastante más de dos metros, veía el mundo desde otra perspectiva y aguantaba las bromas y risas de los demás con los que se reía a su costa sin darle mucha importancia, ¿qué podía hacer? Hasta que por fin, dios nuestro señor lo llamó a su lado y su alma voló hacia el cielo recorriendo menos distancia que la nuestra, por razones obvias.
Sus cuñados, respetando el dolor de su hermana viuda, se encargaron de comprar el ataúd, pero cuando metieron el cuerpo dentro de la caja, se dieron cuenta de que éste no cabía, y eso que habían comprado el más largo. Entonces decidieron, con gran dolor de todos, serrar la parte de los pies de la caja; así fue como metieron dentro el cadáver del difunto, con los pies por delante que le sobresalían fuera del ataúd.
Después del funeral lo trajeron al cementerio para darle sepultura en un flamante nicho nuevo que había adquirido la familia para la ocasión. Pero cuando metieron el féretro dentro del agujero, los pies sobresalían del receptáculo y no lo podían encerrar. Entonces se organizó un debate sobre qué hacer para meter el largo cuerpo del difunto en el estrecho agujero. Después de sopesar todas las posibilidades, decidieron abrir la tapa y flexionarle las rodillas. Y así lo hicieron tras un largo esfuerzo, pues las piernas ya estaban rígidas por el rigor mortis; pero resultó que no podían cerrar la tapa; entonces decidieron meterlo sin tapa, pero por algún extraño fenómeno, cuando lo metieron en el nicho, las rodillas se flexionaron aún más y tropezaban con el techo y no lo podían meter. Entonces un cuñado dijo: “¿por qué no le cortamos los pies? Total ya no los va a utilizar más.” Esto lo dijo porque se había quedado prendado de los lustrosos zapatos del difunto y quería agenciárselos para vestirse los domingos. Aquello provocó un enconado debate que se resolvió con la decisión de romperle el cuello y así flexionarle la cabeza contra la parte posterior de la caja y ver si conseguían ganar los suficientes centímetros para meterlo dentro. Y así lo hicieron. El encargado fue otro cuñado, uno que le tenía envidia porque durante la vida le había ido mejor que a él. Éste le cogió la cabeza, y con descarado deleite, se la dobló con fuerza hasta que se oyó un crujido que resonó entre las tapias del camposanto. La pobre viuda rompió a llorar cuando oyó aquel terrible chasquido. De nuevo metieron al difunto dentro del ataúd y a éste en el nicho, pero los pies del gigante continuaban sobresaliendo del hueco. Otra vez se encendió el debate sobre qué hacer para enterrar al difunto. El enterrador apremiaba a la familia para que tomara una decisión rápidamente porque estaba oscureciendo y no había ninguna luz en el cementerio. Unos, instigados por un cuñado, abogaban por cortarle la cabeza, porque total, ya le habían roto el cuello. Otros, sin embargo, instigados por el otro cuñado, respaldaban la idea de cortarle los pies, porque era más humano que cortarle la cabeza. Como no se ponían de acuerdo y las tinieblas se iban aposentando entre las paredes del cementerio, decidieron coger unos de la cabeza del cadáver y los otros de los pies, y tirar para ver qué parte se desprendía más pronto. Y así lo hicieron: unos agarrados bien fuerte de la cabeza y los otros de los pies; y cuando la viuda contó hasta tres, empezaron todos a tirar con todas sus fuerzas. Los que tiraban de los pies se quejaron porque el enterrador, al que nadie había llamado en ese entierro, se unió a los que tiraban de la cabeza, mientras estos se quejaban de que la viuda se hubiera unido al grupo de los que tiraban de los pies. Al cabo de un buen rato, con los cuerpos jadeantes y empapados en sudor y con la noche instalada en el cementerio, abandonaron el cadáver en el suelo y se fueron discutiendo sobre la idoneidad de haberle arrancado la cabeza o los pies. Al día siguiente, cuando regresaron para enterrarle, le faltaban, al aterido cuerpo, los lustrosos zapatos.

05 mayo 2009

INMORTAL

Querido Corpi:
Sabes muy bien que aquí donde vivo no se celebra la Navidad, no se encienden luces de colores, no se come cordero ni gambas, ni siquiera se chupan las cabezas, con lo ricas en fósforo que son; tampoco se hacen regalos ni se cantan villancicos. Aquí, la Noche Buena es como las demás noches: una más. Pero este año pasó algo extraordinario. Verás:
Hacia las ocho de la noche, aparecieron cuatro individuos portando una caja al hombro; como no esperábamos a nadie, y aunque la noche era fría, estábamos unos cuantos paseando entre los cipreses, de tal suerte que casi nos ven, nos tuvimos que esconder corriendo cuando oímos gemir los goznes de las puertas de hierro. Estos individuos iban vestidos de negro, con una corbata blanca y zapatos también blancos. Llegaron, metieron la caja en su nicho, lo taparon con yeso y se fueron corriendo. Un lujoso coche con chófer los estaba esperando a la puerta.
Cuando partieron, nos acercamos a saludar y dar la bienvenida al nuevo vecino, pero cuando iba a llamar a la puerta, escuché unos gritos dentro de la casa:
-¡Esto es un error! ¡Yo no debería estar aquí!
Nos quedamos todos con la sangre aún más helada.
-¡Malditos estúpidos, pero ¿no lo comprenden?, yo no puedo estar aquí! ¡Me necesitan, el mundo me necesita!
Al sonido de los gritos, se había ido congregado más gente alrededor del nuevo vecino.
-¡Yo soy inmortal, llevo dos mil años sobre la tierra y no se me puede apartar de este modo, todavía tengo mucho que decir!
La gente cuchicheaba entre ella preguntándose quién cojones sería este individuo.
Por fin me decidí a llamar, y se asomó por la puerta una cabeza con rasgos muy hermosos, de sexo indefinido, diría yo, con una larga cabellera rubia que reflejaba los débiles rayos de las estrellas y con unas perladas lágrimas que le resbalaban por la cara. Su semblante se llenó de sorpresa cuando vio a tanta gente expectante a su alrededor.
-Buenas noches –le dije-. Se bienvenido a tu nuevo hogar.
Nos miró con cara de estupefacción y se entristeció más.
-¡Asesinos, son unos asesinos! Miles de millones de personas me han asesinado, lo llevan haciendo desde hace años, poco a poco, siguiendo a ese gran criminal. Pero yo aún no he dicho la última palabra. ¡Yo soy inmortal y regresaré! –dijo levantando los brazos.
-¿Quién te ha asesinado?
-¿Quién? El Espíritu del Consumo.
-¿Y tú quién eres? –le inquirí.
-Yo soy el Espíritu de la Navidad.