01 septiembre 2010

EL SALTO


Procopio Pérez era natural de Tomelloso, provincia de Albacete. Nació en la calle de D. Quijote (este dato no está contrastado, lo que sí es seguro es que en Tomelloso debe haber como mínimo una calle dedicada a D. Quijote, aunque el ínclito hidalgo se merece una avenida, de esas con árboles frondosos en sus aceras, o ¡una plaza!). Procopio Pérez era de familia bien, muy bien diría yo. Procopio Pérez no era muy inteligente, pero era muy guapo; ni por lo primero ni por lo segundo, sino por influencia de su padre, entró a trabajar de escribiente en una notaría, ese lugar donde las firmas valen tanto dinero. Procopio Pérez tenía un concepto muy alto del honor (leía a Arturo Pérez-Reverte) y consigo siempre cargaba con una navaja de Albacete por si tenía que acudir en ayuda de alguna doncella en apuros o repeler una afrenta o un agravio a su persona. Procopio Pérez se casó con María Rodríguez, una buena chica, guapa, poco inteligente y de no tan buena familia. No tuvieron hijos porque Procopio Pérez era estéril, pero vivían felices en un pisito muy bien arreglado a las afueras, con vistas al río. A Procopio Pérez y a María Rodríguez lo que más les gustaba era dormir abrazados, junto a la ventana, escuchando el bramar impetuoso del río cuando había alguna crecida por la lluvia. Procopio Pérez amaba a María Rodríguez, la idolatraba, le tenía devoción, por eso le llevaba flores casi todos los días como quien las lleva a la virgen del Pilar. Pero la dicha no fue eterna, no hay ninguna que lo sea, y la de Procopio Pérez finalizó el día que se enteró de que su mujer le engañaba con otro hombre (la reseña de cómo averiguó la traición de su amada esposa no es relevante para la historia). Cuando llegó a casa después del trabajo, le dio un beso a María Rodríguez y mientras pegaba sus labios a los de ella, le hundía la navaja de Albacete sin compasión en el corazón.
Pero el asesinato de su traidora esposa sólo dejaba la cuestión de honor a medias. Para que la honra fuera repuesta por completo sólo le cabían dos opciones: matar al hombre que le había destrozado la vida de aquella manera tan vil, o suicidarse. Optó por la segunda opción, porque, no teniendo ninguna pista de quién pudiera ser ese individuo, estaba seguro de que la policía lo encontraría antes a él, que él pudiera solucionar como Dios manda este asunto.
Procopio Pérez empezó a mensurar cuál sería la muerte más honrosa que le debía llevar de nuevo al lado de su traidora esposa. No fue fácil la decisión. Dos días con sus noches le costó encontrarla. Finalmente optó por lanzarse desde el puente a las aguas embravecidas de aquel río que tanto gozo le había proporcionado cuando se encontraba entre los brazos de su María Rodríguez. Cuando llegó al puente, junto a la columna que lo apuntalaba, vio a un hombre sobre la barandilla mirando hacia abajo.
-Buenas noches –dijo muy educado.
-Buenas noches –respondió fastidiado el otro.
-¿Va a saltar?
-Eso tenía decidido.
-¿Son poderosas sus razones?
-Lo son.
-¿Le importa que suba?
-No. El puente es de todos; también de usted si paga sus impuestos, claro.
-Los pago, los pago.
-Entonces suba. ¿Le ayudo? –se ofreció el desconocido extendiendo la mano.
-Gracias.
Los dos hombres se quedan en silencio mirando hacia la oscuridad del abismo en el que tronaba desbocado el río.
-¿También usted quiere saltar?
-También, también –respondió Procopio Pérez.
-¡Vaya, me alegro! Si quiere que le diga la verdad, prefiero morir en compañía, uno no sabe en el viaje al más allá lo que se puede encontrar. Además, el viaje debe de ser muy largo, y yo, que soy muy hablador, me aburriría barbaridades.
-Sí, eso pienso yo.
De nuevo guardaron silencio.
-Perdone mi indiscreción, caballero, pero…, ¿por qué se quiere suicidar?
-Por una mujer.
-¡Vaya!
-¿Es hermosa?
-Lo era, lo era.
-¿Qué pasó?
-La maté.
-¿Por qué?
-Me engañaba. ¿Y usted?
-Alguien mató a mi amor.
-¿Por qué?
-No lo sé, quizá su marido se enteró de lo nuestro. Era muy celoso.
-Ya.
Los dos volvieron a mirar a las profundidades y un escalofrío les recorrió a ambos la espalda.
-¿Saltamos? –dijo ansioso el desconocido.
-Bueno.
El desconocido alargó la mano hacia Procopio Pérez y éste se la cogió igual que agarró la de su traidora esposa el día que la conoció.
-¿Por casualidad no será usted Procopio Pérez, el esposo de María Rodríguez?
-Lo soy –contesta éste sin rencor.
-Lo siento.