El último deseo que Eustaquio Lopo le pidió a su mujer Amalia antes de morir, fue que incinerara su cadáver. Y así lo hizo, aunque no fue fácil, puesto que el único dinero que pudo encontrar en casa fueron 30 euros, y con eso sólo había para las cerillas. Así que no tuvo más remedio que, con prisas, malvender el coche y pedir un préstamo personal para pagar los gastos del funeral y la incineración.
De regreso a casa, como no tenía coche, la acompañó su hermana. Ella viajaba sentada con la urna que contenía las cenizas de su marido difunto entre las piernas, sintiendo lo mismo que cuando lo tenía vivo en el mismo lugar: frío.
-¿Estás bien, quieres que me quede esta noche contigo?
-Estoy bien, gracias. No te preocupes.
Cuando Amalia entró en casa depositó la urna sobre el aparador, junto a la fotografía de la boda, y se sentó en el sofá. Sobre la mesita de cristal con un tapete a juego con las cortinas, había un paquete de tabaco empezado y que no pudo terminar su difunto marido porque la muerte se lo llevó de repente sin avisar ni dejarle tiempo de acabarlo. Amalia cogió un cigarrillo, lo encendió, después de once años sin dar una calada, y tosió al aspirar el humo y sentir cómo éste arañaba su garganta al circular hacia los pulmones. A la tercera calada se sintió mejor y se relajó mirando la urna con las cenizas del difunto Eustaquio. En ese momento se dio cuenta de que no había vertido ni una sola lágrima desde que su marido había fallecido. Por supuesto, lo encontró lógico. ¿Cómo iba a llorar si había agotado todas sus lágrimas cuando el ahora difunto Eustaquio, vivía? Se encendió otro cigarrillo y, sin dejar de mirar la urna, empezó a repasar la vida que había tenido con él: golpes, gritos, palizas, miedo, borracheras, putas, insultos, terror, escupitajos, humillaciones, hostias, violaciones, cicatrices, mentiras, once días sin salir de casa hasta que se deshinchara el ojo, diez días sin salir hasta que se curara el pie, tres días sin salir hasta que bajara la hinchazón de la mano, ocho días sin salir por no tener dinero para comprar comida, dos semanas en el hospital por haber abortado por culpa de una patada en la barriga con la consiguiente esterilidad, un mes con la pierna escayolada… Muchas cosas. Y ahora el mar. Llegados a este punto, el narrador de la historia primero pide perdón, y luego debe hacer una aclaración: la primera frase de la historia dice que “El último deseo que Eustaquio Lopo le pidió a su mujer Amalia antes de morir fue que incinerara su cadáver”, cuando debería de haber dicho: “El penúltimo deseo que…”, puesto que el último deseo que le pidió fue, que una vez incinerado, echara sus cenizas al mar, pero no que lo hiciera desde la playa, ya que el viento podría devolverlas a tierra, sino que alquilara un barco y lo hiciera bien adentro del mar, para que hasta la última mota de sus cenizas se disolviera en el agua salada. Hecha esta aclaración por parte del narrador, seguimos con la historia.
-¡Pero si vivo a trescientos kilómetros del mar!, no tengo coche ni dinero, ¿cómo voy a echar sus cenizas al mar? –se oyó decir a ella misma, en voz alta.
Le había cogido gusto al tabaco y se encendió un tercer cigarrillo, siempre mirando la urna con las cenizas de su difunto marido. Tanto tabaco le secó la boca, así que se levantó del sofá, se dirigió a la cocina y bebió un vaso de agua. Volviendo hacia el salón, al pasar por delante del cuarto de baño, se dio cuenta de que la ceniza del cigarrillo estaba a punto de desprenderse y caer al suelo, así que entró veloz, levantó la tapa del váter y tiró la ceniza dentro; en ese instante se le ocurrió una idea que resolvía automáticamente todos sus problemas. El narrador, en este punto, no quiere menospreciar la inteligencia del lector y se ha dado cuenta de que éste ya se habrá imaginado cómo acaba la historia, que se ha hecho predecible se dice, ¿no? Qué se le va a hacer, pero no por eso el lector debe dejar de continuar leyendo. Ni corta ni perezosa, el narrador también es consciente de que esta expresión tan ocurrente no debería de utilizarse nunca en una narración con pretensiones, pero como no es el caso, le pide al lector que apruebe su licencia y continuamos, Amalia se dirigió al aparador, cogió la urna con las cenizas de Eustaquio y se volvió al cuarto de baño. La tapa del váter ya estaba abierta, en el agua empezaba a disolverse la ceniza del cigarrillo. Abrió la urna y se quedó mirando con desgana las cenizas de Eustaquio durante unos instantes, dudando. Finalmente se decidió. ¿Quién iba a pegarle dos hostias por no ir al mar a echar las cenizas de su marido difunto? ¿Su difunto marido? Además, ¿no van al mar todos los desagües? Pues eso. Se agachó y vació con cuidado las cenizas de su difunto Eustaquio para que no cayera ni la más mínima mota de ceniza fuera de la taza. Vaciada la urna puso el dedo en el botón de la cisterna, pero, antes de apretarlo, sintió un retortijón en el vientre que empezó a provocarle malestar. Como su difunto marido siempre le decía que debía ahorrar agua, apartó el dedo del botón de la cisterna, se bajó las bragas, se sentó en la taza y evacuó la última cena que tuvo con su difunto Eustaquio. Cuando terminó se limpió, y esta vez sí, apretó el botón.
-Que tengas buen viaje. Y que siempre te acompañe una parte de mí.