12 febrero 2011

CENIZAS


El último deseo que Eustaquio Lopo le pidió a su mujer Amalia antes de morir, fue que incinerara su cadáver. Y así lo hizo, aunque no fue fácil, puesto que el único dinero que pudo encontrar en casa fueron 30 euros, y con eso sólo había para las cerillas. Así que no tuvo más remedio que, con prisas, malvender el coche y pedir un préstamo personal para pagar los gastos del funeral y la incineración.
De regreso a casa, como no tenía coche, la acompañó su hermana. Ella viajaba sentada con la urna que contenía las cenizas de su marido difunto entre las piernas, sintiendo lo mismo que cuando lo tenía vivo en el mismo lugar: frío.
-¿Estás bien, quieres que me quede esta noche contigo?
-Estoy bien, gracias. No te preocupes.
Cuando Amalia entró en casa depositó la urna sobre el aparador, junto a la fotografía de la boda, y se sentó en el sofá. Sobre la mesita de cristal con un tapete a juego con las cortinas, había un paquete de tabaco empezado y que no pudo terminar su difunto marido porque la muerte se lo llevó de repente sin avisar ni dejarle tiempo de acabarlo. Amalia cogió un cigarrillo, lo encendió, después de once años sin dar una calada, y tosió al aspirar el humo y sentir cómo éste arañaba su garganta al circular hacia los pulmones. A la tercera calada se sintió mejor y se relajó mirando la urna con las cenizas del difunto Eustaquio. En ese momento se dio cuenta de que no había vertido ni una sola lágrima desde que su marido había fallecido. Por supuesto, lo encontró lógico. ¿Cómo iba a llorar si había agotado todas sus lágrimas cuando el ahora difunto Eustaquio, vivía? Se encendió otro cigarrillo y, sin dejar de mirar la urna, empezó a repasar la vida que había tenido con él: golpes, gritos, palizas, miedo, borracheras, putas, insultos, terror, escupitajos, humillaciones, hostias, violaciones, cicatrices, mentiras, once días sin salir de casa hasta que se deshinchara el ojo, diez días sin salir hasta que se curara el pie, tres días sin salir hasta que bajara la hinchazón de la mano, ocho días sin salir por no tener dinero para comprar comida, dos semanas en el hospital por haber abortado por culpa de una patada en la barriga con la consiguiente esterilidad, un mes con la pierna escayolada… Muchas cosas. Y ahora el mar. Llegados a este punto, el narrador de la historia primero pide perdón, y luego debe hacer una aclaración: la primera frase de la historia dice que “El último deseo que Eustaquio Lopo le pidió a su mujer Amalia antes de morir fue que incinerara su cadáver”, cuando debería de haber dicho: “El penúltimo deseo que…”, puesto que el último deseo que le pidió fue, que una vez incinerado, echara sus cenizas al mar, pero no que lo hiciera desde la playa, ya que el viento podría devolverlas a tierra, sino que alquilara un barco y lo hiciera bien adentro del mar, para que hasta la última mota de sus cenizas se disolviera en el agua salada. Hecha esta aclaración por parte del narrador, seguimos con la historia.
-¡Pero si vivo a trescientos kilómetros del mar!, no tengo coche ni dinero, ¿cómo voy a echar sus cenizas al mar? –se oyó decir a ella misma, en voz alta.
Le había cogido gusto al tabaco y se encendió un tercer cigarrillo, siempre mirando la urna con las cenizas de su difunto marido. Tanto tabaco le secó la boca, así que se levantó del sofá, se dirigió a la cocina y bebió un vaso de agua. Volviendo hacia el salón, al pasar por delante del cuarto de baño, se dio cuenta de que la ceniza del cigarrillo estaba a punto de desprenderse y caer al suelo, así que entró veloz, levantó la tapa del váter y tiró la ceniza dentro; en ese instante se le ocurrió una idea que resolvía automáticamente todos sus problemas. El narrador, en este punto, no quiere menospreciar la inteligencia del lector y se ha dado cuenta de que éste ya se habrá imaginado cómo acaba la historia, que se ha hecho predecible se dice, ¿no? Qué se le va a hacer, pero no por eso el lector debe dejar de continuar leyendo. Ni corta ni perezosa, el narrador también es consciente de que esta expresión tan ocurrente no debería de utilizarse nunca en una narración con pretensiones, pero como no es el caso, le pide al lector que apruebe su licencia y continuamos, Amalia se dirigió al aparador, cogió la urna con las cenizas de Eustaquio y se volvió al cuarto de baño. La tapa del váter ya estaba abierta, en el agua empezaba a disolverse la ceniza del cigarrillo. Abrió la urna y se quedó mirando con desgana las cenizas de Eustaquio durante unos instantes, dudando. Finalmente se decidió. ¿Quién iba a pegarle dos hostias por no ir al mar a echar las cenizas de su marido difunto? ¿Su difunto marido? Además, ¿no van al mar todos los desagües? Pues eso. Se agachó y vació con cuidado las cenizas de su difunto Eustaquio para que no cayera ni la más mínima mota de ceniza fuera de la taza. Vaciada la urna puso el dedo en el botón de la cisterna, pero, antes de apretarlo, sintió un retortijón en el vientre que empezó a provocarle malestar. Como su difunto marido siempre le decía que debía ahorrar agua, apartó el dedo del botón de la cisterna, se bajó las bragas, se sentó en la taza y evacuó la última cena que tuvo con su difunto Eustaquio. Cuando terminó se limpió, y esta vez sí, apretó el botón.
-Que tengas buen viaje. Y que siempre te acompañe una parte de mí.

01 septiembre 2010

EL SALTO


Procopio Pérez era natural de Tomelloso, provincia de Albacete. Nació en la calle de D. Quijote (este dato no está contrastado, lo que sí es seguro es que en Tomelloso debe haber como mínimo una calle dedicada a D. Quijote, aunque el ínclito hidalgo se merece una avenida, de esas con árboles frondosos en sus aceras, o ¡una plaza!). Procopio Pérez era de familia bien, muy bien diría yo. Procopio Pérez no era muy inteligente, pero era muy guapo; ni por lo primero ni por lo segundo, sino por influencia de su padre, entró a trabajar de escribiente en una notaría, ese lugar donde las firmas valen tanto dinero. Procopio Pérez tenía un concepto muy alto del honor (leía a Arturo Pérez-Reverte) y consigo siempre cargaba con una navaja de Albacete por si tenía que acudir en ayuda de alguna doncella en apuros o repeler una afrenta o un agravio a su persona. Procopio Pérez se casó con María Rodríguez, una buena chica, guapa, poco inteligente y de no tan buena familia. No tuvieron hijos porque Procopio Pérez era estéril, pero vivían felices en un pisito muy bien arreglado a las afueras, con vistas al río. A Procopio Pérez y a María Rodríguez lo que más les gustaba era dormir abrazados, junto a la ventana, escuchando el bramar impetuoso del río cuando había alguna crecida por la lluvia. Procopio Pérez amaba a María Rodríguez, la idolatraba, le tenía devoción, por eso le llevaba flores casi todos los días como quien las lleva a la virgen del Pilar. Pero la dicha no fue eterna, no hay ninguna que lo sea, y la de Procopio Pérez finalizó el día que se enteró de que su mujer le engañaba con otro hombre (la reseña de cómo averiguó la traición de su amada esposa no es relevante para la historia). Cuando llegó a casa después del trabajo, le dio un beso a María Rodríguez y mientras pegaba sus labios a los de ella, le hundía la navaja de Albacete sin compasión en el corazón.
Pero el asesinato de su traidora esposa sólo dejaba la cuestión de honor a medias. Para que la honra fuera repuesta por completo sólo le cabían dos opciones: matar al hombre que le había destrozado la vida de aquella manera tan vil, o suicidarse. Optó por la segunda opción, porque, no teniendo ninguna pista de quién pudiera ser ese individuo, estaba seguro de que la policía lo encontraría antes a él, que él pudiera solucionar como Dios manda este asunto.
Procopio Pérez empezó a mensurar cuál sería la muerte más honrosa que le debía llevar de nuevo al lado de su traidora esposa. No fue fácil la decisión. Dos días con sus noches le costó encontrarla. Finalmente optó por lanzarse desde el puente a las aguas embravecidas de aquel río que tanto gozo le había proporcionado cuando se encontraba entre los brazos de su María Rodríguez. Cuando llegó al puente, junto a la columna que lo apuntalaba, vio a un hombre sobre la barandilla mirando hacia abajo.
-Buenas noches –dijo muy educado.
-Buenas noches –respondió fastidiado el otro.
-¿Va a saltar?
-Eso tenía decidido.
-¿Son poderosas sus razones?
-Lo son.
-¿Le importa que suba?
-No. El puente es de todos; también de usted si paga sus impuestos, claro.
-Los pago, los pago.
-Entonces suba. ¿Le ayudo? –se ofreció el desconocido extendiendo la mano.
-Gracias.
Los dos hombres se quedan en silencio mirando hacia la oscuridad del abismo en el que tronaba desbocado el río.
-¿También usted quiere saltar?
-También, también –respondió Procopio Pérez.
-¡Vaya, me alegro! Si quiere que le diga la verdad, prefiero morir en compañía, uno no sabe en el viaje al más allá lo que se puede encontrar. Además, el viaje debe de ser muy largo, y yo, que soy muy hablador, me aburriría barbaridades.
-Sí, eso pienso yo.
De nuevo guardaron silencio.
-Perdone mi indiscreción, caballero, pero…, ¿por qué se quiere suicidar?
-Por una mujer.
-¡Vaya!
-¿Es hermosa?
-Lo era, lo era.
-¿Qué pasó?
-La maté.
-¿Por qué?
-Me engañaba. ¿Y usted?
-Alguien mató a mi amor.
-¿Por qué?
-No lo sé, quizá su marido se enteró de lo nuestro. Era muy celoso.
-Ya.
Los dos volvieron a mirar a las profundidades y un escalofrío les recorrió a ambos la espalda.
-¿Saltamos? –dijo ansioso el desconocido.
-Bueno.
El desconocido alargó la mano hacia Procopio Pérez y éste se la cogió igual que agarró la de su traidora esposa el día que la conoció.
-¿Por casualidad no será usted Procopio Pérez, el esposo de María Rodríguez?
-Lo soy –contesta éste sin rencor.
-Lo siento.

31 agosto 2009

VENDIDO


Querido Corpi:
La otra noche, paseando por el cementerio, vi que en un nicho nuevo había un cartel donde se leía: VENDIDO. Como me pareció muy curioso, me puse a investigar quién era el dueño de este nicho y he averiguado lo siguiente:
Su padre falleció el día de su concepción y su madre en el parto. Sus abuelos paternos murieron en un accidente de tráfico cuando iban al entierro de su hijo; y su abuelo materno de un ataque al corazón cuando se enteró de la muerte de su hija. Sus tres hermanos mayores no pudieron llegar a soplar la única vela de su primer cumpleaños; y ninguno de sus primos podrá felicitarle por navidad. La única persona que puede atenderle es su abuela materna que se ha hecho cargo de él desde el mismo día de su nacimiento. Por eso, en su primer aniversario, le ha regalado el nicho.

28 junio 2009

EL SUEÑO


Querido Corpi:
Voy a contarte la historia de un hombre del cual me gustaría guardar su anonimato. Este hombre era normal y tenía una vida normal y acomodada. Vivía en una bonita casa unifamiliar, con su mujer y sus dos hijos pequeños; tenía un buen trabajo y dos coches en el garaje; en verano hacía un viaje, siempre al extranjero y en navidades se iba a esquiar al Pirineo. Todo esto lo había conseguido con mucha voluntad y sacrificio. Pero tenía un defecto que impedía que su felicidad fuera completa: estaba obsesionado con la muerte, horrorizado ante una muerte prematura que le impidiera disfrutar de todos sus logros conseguidos con tanto esfuerzo.
Un día se despertó violentamente empapado en sudor a causa de una pesadilla, un mal sueño que le había señalado que ese mismo día moriría de una muerte violenta. Como ya no se durmiera, estuvo pensando qué hacer para huir de ese fatal vaticinio. Aún temprano se levantó y, a pesar de su escepticismo, llamó por teléfono a un número de esos que te echan las cartas del tarot y que te leen el futuro: “edad: 46, signo: tauro”; “Marte está en conjunción con Plutón y entre ellos se ha interpuesto Venus, lo que tiene muy malos augurios, además, Orión le ha echado el lazo a Andrómeda y de su cópula ha salido Canes Venatici lo que significa que yo de usted me quedaría en casa, por si acaso”; 34, 28 € del ala. Era justo lo que había pensado hacer: quedarse en casa alejado de cualquier ocasión que le pudiera acarrear cualquier peligro. Como todos los días, su mujer se levantó un poco tarde y, cuál fue su sorpresa cuando su marido le dijo que no se encontraba bien, que llevara ella los niños al colegio y que hiciera el favor de recogerlos también, porque seguro que por la tarde también estaría enfermo: “pero, ¿cómo no me lo has dicho antes? ¿Sabes lo tarde que es? Y, ¿cómo voy yo a recogerlos si sabes que me viene fatal?”, “lo siento”. Sin otro remedio, la mujer se llevó corriendo los niños al colegio. Él, por otra parte, llamó al trabajo y dijo que no le esperaran, que se tomaba el día libre.
Cuando estuvo solo en casa, cerró todas las ventanas y puertas y las atrancó con muebles, desconectó, con sumo cuidado, subido en una silla y con unas zapatillas de goma, la electricidad, para evitar alguna posible electrocución. Antes de que los niños salieran de casa, les hizo beber de una botella de agua que acababa de empezar, para comprobar que no estuviera envenenada, y comer unas migajas de cinco o seis magdalenas por el mismo motivo; eso sería suficiente para pasar el día. También cerró la llave de paso del agua y del gas, y se acostó. Las horas pasaban lentamente y en su cabeza no paraban de surgir posibles motivos que le provocaran una muerte violenta: la caída de un meteorito sobre su casa, un terremoto de magnitud diez, que surgiera un volcán en el subsuelo de su vivienda, que un gran tsunami alcanzara la ciudad, que Corea del Norte lanzara una bomba nuclear sobre su casa… Así, en un duermevela, pasó todo el día hasta que, a última hora de la tarde, sonó el teléfono: “maldita sea, se me olvidó desconectar el teléfono”. Con una linterna se dirigió al salón con suma cautela mirando arriba y abajo por si había algún obstáculo peligroso que le pudiera hacer perecer. Cuando descolgó el teléfono, la voz grave de una señorita le dijo: “Sr….”, “sí”, “lamento comunicarle que su mujer y sus hijos han fallecido en un accidente de tráfico cuando regresaban a casa después del colegio”. Sr… colgó el teléfono, subió a la terraza del piso de arriba y se tiró de cabeza contra unas rocas del hermoso jardín que rodeaba la casa.

07 junio 2009

DOS DE CORAZONES


Querido Corpi:
Dicen que la vida da muchas vueltas, pero a veces, sólo la muerte consigue cerrar la última. Lee si no:
Juan y José nacieron el mismo día, a la misma hora y en el mismo hospital; los dos eran del mismo pueblo y llegaron a ser los dos más amigos que posiblemente jamás hayan existido. Eran amigos hasta que la muerte les separase. Pero no necesitaron esperar tanto para ese desenlace. Con veinticinco años, Juan se echó una novia, María, una mujer espectacular, inteligente, guapa, con un cuerpo modelado a conciencia por la naturaleza y que había atrapado a Juan hasta el punto de haberle robado el corazón, al que entregó generosamente al amor de María. También José había conocido a una chica, Ana, muy normalita o del montón, como se dice vulgarmente, y con pocas luces. Un día se juntaron para salir a cenar y luego a tomar unas copas y así presentarse a sus respectivas novias; y José, al ver a María, se quedó prendado de aquella belleza. Entonces apreció la diferencia abismal que había entre las dos mujeres y la envidia empezó a corroer, lentamente, pero con la fuerza de un ácido, su corazón. Desde aquel momento decidió que su único objetivo en la vida sería conseguir aquella excepcional mujer. A base de mil artimañas, de gastar mucho dinero, de falsedades y de calumnias hacia su gran amigo, consiguió doblegar la voluntad de María y, un día, cuando Juan llegó del trabajo, los encontró a los dos acostados en su cama. No hubo discusión, ni gritos, ni lágrimas. Los dos traidores salieron por la puerta que se cerró a sus espaldas para no abrirse jamás. José lo había conseguido: María era toda suya y lo único que le quedaba era despedir a Ana.
»José se casó con María al cabo de un tiempo, pero el corazón lo tenía tan emponzoñado que enfermó y la única solución para poder curarse era la de un trasplante. Con la enfermedad también empezaron los problemas en el matrimonio, llegando hasta el extremo de ella abandonar la casa. Ese mismo día, Juan, cuando regresaba del trabajo, tuvo un accidente con el coche y perdió la vida. Le ocurrió cuando, al pasar cerca de la casa de José, vio a una mujer muy guapa y de cuerpo escultural atravesar la calle con una maleta en la mano, con la cabeza gacha y sin mirar si venía algún vehículo; Juan, para evitar el atropello de aquella mujer, giró violentamente el volante con tan mala fortuna que se incrustó debajo de un camión que venía en sentido contrario. En el hospital, los padres de Juan donaron todos sus órganos y dio la casualidad de que el suyo era compatible con el de José. Inmediatamente se puso en marcha el protocolo de trasplantes y se trasladó a José hasta el hospital para hacerle la operación que fue un éxito.
José, después de una vida placentera de más de veinte años con su nuevo corazón, ha venido a hacernos compañía. Por eso esta noche he ido a darle la bienvenida. Detrás de mí también han venido muchos con el mismo propósito, como hace la gente bien educada, pero cuando ha llegado Juan, al que ya conocía desde hacía mucho tiempo, al verlo, le ha dicho alargando la mano hacia él: “devuélveme mi corazón”.

30 mayo 2009

CUATRO BALAS


Querido Corpi:
La otra noche estuve paseando por la zona donde están enterrados los fallecidos durante la guerra civil y vi a un hombre sentado frente a su casa, con el codo apoyado en la rodilla sosteniendo una cabeza que le debía pesar muchísimo a causa de tanto pensamiento acumulado durante tanto tiempo. Me acerqué hacia él y, sin pedir permiso, me senté a su lado.
-Buenas noches, amigo –le dije-. Le veo un poco pensativo.
El hombre me miró con desgana sin levantar la cabeza, y con pereza me dio las buenas noches balbuceando las palabras y sin despegar los labios que mantenía entrecerrados sosteniendo una colilla tan antigua como él. Durante unos minutos estuvimos en silencio, y como comprobé que el individuo no tenía muchas ganas de hablar, me levanté para irme y no molestarle, pero cuando aún estaba en cuclillas, una mano poderosa me agarró del brazo y tiró de mí hacia abajo con tanta fuerza que crujieron todos mis huesos al contactar contra el suelo.
-No lo entiendo –me dijo por fin-. No entiendo por qué estoy aquí.
-Sí, suele pasar. La verdad es que nadie entiende por qué está…
-Yo llevaba tres días –me interrumpió- fuera de casa. Había ido a llevar leña a Valencia con el carro y volvía cargado con tres sacos de arroz; la mayor fortuna que había tenido hasta entonces. Poco antes de llegar a mi casa, ya de noche, paré en la taberna de Olimpio a tomarme dos cazallas y saludar a los amigos. Imagínese usted: tres días sin probarla, comiendo malamente y durmiendo peor; con la cabeza llena de pulgas y la ropa de chinches. Cuando iba a salir del tugurio acababan de entrar dos soldados. Uno debería ser algún mando, yo no entiendo de eso, porque de puro pobre que fui toda mi vida, ni siquiera hice la mili. La cuestión es que al salir tropecé con él y con el cigarro que llevaba le quemé con la brasa el brazo. El aullido que dio hizo callar a todos los que estaban tomando en la sala: “¡maldito estúpido!” me dijo, y me dio tal empujón que casi me tira al suelo. Yo me quité la boina y le pedí perdón, pero el tío me pegó una patada en el culo y me dijo que me fuera. En el exterior había un camión parado y dos soldados con sendos fusiles vigilando la caja. Yo cogí a mi Parda y partí con paso lento hacia mi casa que dista un kilómetro del pueblo. Ya se veía la luz del candil por la lumbrera cuando oí el rugido de un motor que venía por detrás. Cuando me alcanzó, resultó ser el camión de los soldados que se detuvo a mi vera. Descendieron dos de ellos y a empellones me subieron a la caja. Afortunadamente, le arreé una palmada en el anca a la mula con la que espero que llegara a casa. ¡Una fortuna llevaba en el carro! Dentro de la caja del camión había cuatro hombres con las manos atadas a la espalda y dos soldados con sus armas vigilándolos. Las caras de aquellos condenados no me hubiera gustado verlas ni en el infierno, por la maldad y el odio que desprendían. A mí también me ataron las manos. Estuvimos toda la noche viajando. Yo pensaba en mi Paquita y en mis cinco hijos y deseaba que al menos hubieran visto el arroz. Se podrían quedar una parte para comer y con la otra hacer negocio. Al alba se paró el camión y al grito de: “¡Abajo rojos del demonio!, nos obligaron a empellones a bajar del vehículo. Nos hicieron caminar un rato por el interior de un bosque hasta que nos detuvimos en un claro. Nos escoltaban cuatro soldados y el mando de la taberna. Nos pusieron en fila y nos dieron un cigarrillo encendido a cada uno que sólo podíamos sostener con los labios; entonces, el mando empezó a hablarnos paseando por delante de nosotros y mirándonos a los ojos como si quisiera leer nuestros pensamientos: “Escuchadme bien, rojos de mierda: sabéis que habéis cometido graves delitos contra nuestra Patria; el solo hecho de ser rojo ya es una causa suficiente para merecer la muerte, pero es posible que alguno de vosotros haya hecho lo correcto para permanecer todavía un poco más en este mundo. El pelotón de fusilamiento estará formado por cuatro hombres, y sólo disponemos de cuatro balas. Vosotros sois cinco. Por lo tanto, alguno de vosotros salvará la vida. Que sea Dios Todopoderoso, quien, en su inmensa sabiduría, sepa elegir quien merece vivir un poco más”. Entonces se puso a un lado y ordenó al pelotón que cargaran las armas, que apuntaran y que dispararan. Cuatro balas destrozaron mi corazón.

11 mayo 2009

EL REINO DE LOS MUERTOS


A partir de hoy, todas las cartas que publique serán nuevas.

Querido Corpi:

El otro día hacía una noche muy fría y desapacible; el viento húmedo y algunas gotas de agua invitaban a quedarse calentito dentro de las tumbas, pero aun así, coincidimos cuatro en el centro del cementerio y nos fuimos a dar una vuelta. Íbamos caminando en silencio, cada uno pensando en sus cosas, cuando, de repente, alguien preguntó:
-¿A qué reino pertenecemos los muertos?
-Vaya pregunta que has hecho, Vicente. Al reino de los animales, por supuesto. Si de vivos somos animales, de muertos también, ¿o no?
-Pues no –contestó Arcadio cargado de razón-. ¿Acaso no llaman a una persona que no tiene conciencia absoluta de nada, un vegetal? Por lo tanto pertenecemos al reino de los vegetales, porque a nosotros se nos supone que no tenemos ninguna conciencia porque estamos muertos.
-Vaya tonterías que decís los dos –intervino Vicente-. Los muertos pertenecemos al reino mineral, porque en nuestra descomposición, lo único que no desaparece de nosotros son los minerales.
Cuando terminaron de hablar, los tres se pararon delante de mí y me miraron esperando que mi opinión diera a uno de ellos como vencedor en la disputa, puesto que ahora estaban empatados. Yo enseguida comprendí sus intenciones y les dije:
-Pues a mí, el día de mi entierro, el cura me dijo que a partir de ahora pertenecería al reino de los cielos.