29 abril 2009

CUESTIÓN DE FE

Que la fe mueve montañas es una verdad como un templo, y si no, que se lo digan a mi vecina Angustias Antimonio que vive en la finca de enfrente, en el cuarto piso, puerta 174 L. Estaba felizmente casada con Atanasio Ocasional, abogado matrimonialista para servirle a usted y a su pareja, que con la aprobación de la Ley del Divorcio en una mano y la liberación de la mujer en la otra, se hizo un chaletito de quinientos metros en la sierra con una mano y un barquito de quince metros con amarre en un puerto deportivo con la otra. Todo iba sobre divorcios, cuando Atanasio empezó a encontrarse mal, con dolores de cabeza continuos que no le dejaban vivir. Empezó a hacerse pruebas, hasta que un día, en la consulta del médico, tomen asiento por favor, le soltó una bomba nuclear que hizo temblar hasta los huesos de su madre fallecida hacía quince años, la pobre, de fiebres palúdicas atifoideadas. El diagnóstico era demoledor: tumor cancerígeno del tamaño de un huevo de gallina en el cerebro: inoperable. Como se dice en estos casos, el mundo les cayó a sus pies, pero no desesperaron, sobre todo Angustias, que se dedicó por completo a intentar rescatar a su marido de una muerte segura. Lo primero que hizo fue ir a misa y rezar, rezar y rezar más. Todos los días encendía más de cincuenta velas a las ánimas del purgatorio para que intercedieran por su marido; repartió dinero a las misiones del África, Sudamérica, Asia, Europa, Oceanía y la Antártida; proyectó procesiones a todos los santos; hizo peregrinaciones a todos los lugares santos; contrató novenas en la parroquia; entronizó vírgenes; procesionó viacrucis fuera de semana santa; compró bulas del Santo Sepulcro y sobornó obispos para que la recibiera el Santo Padre de Roma, que le dedicó una misa celebrada en San Pedro en exclusiva por la salvación del Sr. Ocasional. Y tanto fue el cántaro a la fuente, que al final mearon agua bendita y el tumor se hizo operable. Y tras la trepanación, don Atanasio se encontró mejor y se dispuso a recibir el tratamiento de quimioterapia. Pero en el ínterin, tantos viajes hizo la señora Antimonio al hospital, que acabó enamorándose del médico y éste de ella. En sus encuentros lamentaron la buena suerte del paciente y decidieron que, aprovechando la coyuntura, lo mejor sería despejar el paisaje y enviarlo a hacernos una visita. Lo planearon con meticulosidad: en las sesiones de quimioterapia, en el gotero, en vez de ponerle el cóctel salvador, le pondrían alcohol de 96 grados que lo dejaría cao en un día. Y así lo hizo el doctor. Pero D. Atanasio sólo experimentó un ligero mareo y una alegría en el cuerpo que “pa qué”. En la siguiente sesión le pusieron lejía, que lo único que hizo, fue dejarle las venas como los chorros del oro; en la otra salfumán, que le limpió hasta el colesterol bueno, pero nada; hasta sidra El Gaitero con sus burbujitas y güisqui de garrafón le pusieron, pero lejos de enviarlo al otro barrio, le alegraban la vida que daba gloria de ver. “Demasiadas oraciones le recé al cabrón”, se lamentaba doña Angustias. Tras una sesión en la que le colocaron en el gotero tres gintónics de Larios con su limón y todo, tuvieron un accidente a la altura del kilómetro doce, en la curva del Carretero, que Atanasio olvidó torcer de la cogorza que llevaba encima, y la pobre parienta la espichó aplastada contra un pino, que mira tú por donde, lo plantó su abuelo cuando trabajaba de peón caminero. Ahora ya ven, ocasionalmente aparece por aquí don Atanasio Ocasional con un ramo de flores que roba nada más entrar al cementerio, en los primeros nichos, con una mierda que no se tiene de pie. Y es que, el pobre, al finalizar el tratamiento de quimioterapia, acabó alcohólico anónimo.

23 abril 2009

SOBRE EL FRÍO MÁRMOL

Hoy ha venido Pilar.
Es una de las pocas alegrías que tengo en un lugar como éste. Cuando viene siempre se sienta en el mismo lugar: en la esquina derecha. Es este hecho el que me revela su presencia, porque cuando llega siempre estoy durmiendo, pero el calor de su cuerpo sobre el frío mármol altera inmediatamente la temperatura del estrecho habitáculo y, en un lugar donde nunca pasa nada, una mínima alteración de algún factor automáticamente me produce alguna  reacción.
Pilar siempre viene vestida con una minifalda, y debajo lleva unas mínimas braguitas que apenas cubren aquello que deberían y que son el motivo de su existencia. Esto lo sé porque lo veo desde abajo. Lo que nunca llego a ver con detalle es la longitud y la latitud de su escote, que intuyo debe ser generoso por la cantidad y la calidad del material a enseñar. Pilar es muy guapa: tiene los ojos del color de la miel de azahar siempre abanicados por unas largas pestañas, y un pelo rizado y rubio, igual que el de su vello íntimo, que le cubre el cuello en una coqueta melena; unos pómulos marcados y  unos labios carnosos enmarcan una nariz pequeña y redonda que le dan al conjunto el toque de gracia. 
Pilar es viuda y por eso está aquí. Su marido era un tipo extraño, y lo sigue siendo, pues apenas se relaciona con nadie. Durante su vida hizo mucho dinero y vivió muy bien, él y sus cinco esposas, a las que usaba y tiraba como si fueran un pañuelo de papel. Pilar fue la última esposa, y la madre de sus dos únicos hijos. En sus divorcios les dio buenas compensaciones a sus ex esposas, pero a Pilar lo único que le dejó son deudas y más deudas, todas las que acumuló en su desordenada vida. Pero Pilar sabe que su marido tiene dinero, mucho dinero; lo que pasa es que no sabe dónde está. Mientras vivía con él no había ningún problema: cuando necesitaba dinero sólo tenía que pedírselo, fuera la cantidad que fuera, y él sin preguntar para qué era, se lo daba. Así fue como Pilar consiguió ahorrar algo en una cuenta personal. Pero el tiempo ha pasado, y ella, dedicada en exclusiva a la educación de sus dos hijos, ha ido gastando hasta que se ha visto con el agua al cuello, y con la maldita certeza de que su marido tiene mucho dinero; pero no sabe dónde está. Por eso viene casi todos los días a visitar a su marido. Le cuenta cómo están los hijos, cómo van en el colegio, cómo están sus amigos… incluso le trae algunas flores. Y antes de irse le dice que buscó en tal o cual lugar pero que allí no había nada, que le diga de una vez dónde tiene escondido el dinero; después guarda silencio esperando una respuesta que nunca llega, y se marcha.
Pilar es una buena mujer y jamás se debería haber casado con un tipo como ése. Y ella lo sabe, por eso cuando sale, en el umbral de la puerta del cementerio, siempre se vuelve hacia el nicho de su marido y dice: “ojalá te hubieran pegado el tiro antes de conocerte, cabrón”.

Pilar hoy se ha dejado una rosa roja sobre mi blanco mármol. Estoy seguro de que lo ha hecho a posta, porque yo no tengo a nadie que me traiga flores. Creo que me estoy enamorando.

18 abril 2009

LOS PRIMEROS VECINOS

Mis primeros vecinos fueron un trozo de cura y media mujer del carnicero. Unos días más tarde vino el carnicero, éste entero, aunque con sobrepeso, y no sólo de grasa.
La historia del por qué de estas visitas es muy simple y repetida miles de veces en todas las partes del mundo: el cura, aquél que santificó este camposanto el día de su inauguración y en el cual el único inquilino era yo, se beneficiaba a la mujer del carnicero. Y no me extraña, porque la doña estaba de toma pan y moja, ¡y tanto que mojaron el pan!, rebañaron hasta las cazuelas, pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Un día que el carnicero había salido a comprar ganado para la matanza, el reverendo se acercó a la carnicería con la excusa de comprar unas chuletas, que la Cuaresma acababa de pasar y había gana de carne, pero no de carne muerta, sino de esa blanca por falta de sol, con vello en según que partes, y prieta y turgente en otras, o sea, cuatro arrobas de mujer como dios manda. Pasaron a la habitación de atrás, donde estaba el matadero, ella delante apartando las manos santas entre: “hay padre cómo es usted”, “hay padre por dios”, “estese quieto padre, por favor”; y: “hija mía ven que te dé la bendición”, “hija mía eres una santa”… Ya en el matadero de la carnicería, el cura cogió a la mujer y la sentó en la mesa de sacrificios, la empujó hacia atrás, le levantó las faldas, de un tirón le arrancó las bragas, se subió la sotana y la poseyó en el tálamo de los dioses. Justo cuando estaba en pleno orgasmo, el carnicero que había entrado hacía un momento y escuchado los suspiros divinos, con el hacha de partir los espinazos de los cerdos, cual Abraham en el sacrificio de Isaac, le partió el cráneo al reverendo que cayó de bruces sobre la espantada mujer empapándola de sangre mártir. Ella se quedó quieta como una montaña, con el corazón batiendo por el de ella y el del difunto reverendo, espatarrada sobre la mesa de la muerte y con el cuerpo del clérigo asfixiándola: “¡quítamelo de encima por favor!” gritó ella con cara de asco. El carnicero, fuerte como un roble, cogió el cuerpo inerte y tiró hacia él, pero arrastraba detrás a la mujer que gritaba de dolor. Por alguna extraña razón, al morir el cura en el momento del orgasmo clerical, su santo instrumento se había abotagado hasta el extremo de haberse encajado perfectamente en el caliente, húmedo y estrecho canal del placer, y aquello hacía una especie de ventosa que hacía imposible la separación de los dos amantes. Entonces el carnicero con el arma asesina, rebanó en redondo el santo falo que quedó dentro de la mujer ante la estupefacción, el horror y las náuseas de ésta: “¡sácame esto por todos los santos!” gritó desesperada; “sácatelo tú que eres quien lo estaba utilizando”. Entre vómitos y lágrimas, haciendo de tripas, corazón, con los dedos consiguió extraer de su cálido interior un pingajo de piel y carne ensangrentada que arrojó a los pies de su marido que divertido contemplaba la escena. La mujer corrió arriba a lavarse para quitarse tanta ignominia de encima.
Cuando avergonzada bajó a la carnicería vio que su marido estaba haciendo longanizas y morcillas en la máquina de embutir: “¿De dónde has sacado el magro para las morcillas?” El carnicero abrió la puerta de la despensa y espantada vio medio cura colgando de un gancho clavado en la garganta. Cuando se despertó estaba en la cama acostada junto a su marido, intentó levantarse sin despertar a su marido, pero éste la asió fuerte de la muñeca: “mañana quiero que vendas todo el embutido que he hecho hoy”. Y más que hubiera, por todo el pueblo se extendió la calidad del embutido que había hecho el carnicero, hasta los detectives que vinieron de la ciudad para investigar la misteriosa desaparición del párroco volaron hacia la carnicería para comprar algo. Como había poco, se agotó en seguida, pero al día siguiente hubo más, más tierno y con más sabor. Suerte que los detectives fueron diligentes y rápidos en el esclarecimiento de los crímenes, porque después del cura y su mujer, sólo dios sabe quién hubiera sido el siguiente.
Del cura se pudo recuperar la cabeza partida y unos cuantos huesos; las costillas las había vendido como chuletas, y hasta algunos codillos hizo para el cocido; de la mujer aún quedaba la mitad.
El entierro fue todo un éxito, jamás se ha vuelto a ver tanta gente en el cementerio. Unos días después vino el carnicero con unos cuantos gramos de plomo de más.

16 abril 2009

EL LUGAR PERFECTO

Llegué el primero, o mejor dicho, cuando los otros llegaron yo ya estaba aquí. El lugar es perfecto. Se encuentra en lo alto de una suave colina, con el pueblo a sus pies y un tupido bosque de pinos a sus espaldas que protegen el lugar del inclemente viento del norte que en invierno hiela hasta los huesos. Cuando fui por primera (y única) vez, no había nada, un simple yermo lleno de nada, donde lo único que habitaban eran unos pequeños lagartos por encima del suelo y lombrices por debajo. Los únicos sonidos que se escuchaban eran los de los pocos pájaros que vivían entre el ramaje de los pinos vecinos; y las risas y gritos de los niños del pueblo que el viento arrastraba cuando soplaba del sur, al igual que subía el olor de alguna comida cocinada a conciencia y a fuego lento y que resucitaba a un muerto.
Cuando llegué ni siquiera había camino; eso lo hicieron más tarde, para que pudieran llegar los demás. De hecho creo que fue mi llegada la que les inspiró la idea de poder llevar a los demás a partir de entonces allí. De eso hace ya muchos años, tantos que ya no me acuerdo de cuántos, y la verdad es que importa poco. Después de hacer el camino, construyeron la tapia, luego pusieron una puerta de hierro con un grueso candado, no sé si para evitar que saliéramos o para impedir que entrara quien aún no estuviera preparado; plantaron plantas y cipreses y, cuando todo estuvo terminado, vino el cura seguido de toda la gente del pueblo a bendecir el lugar.
Ahora todo está lleno de flores de todos los colores, los pájaros vienen a cantar y a anidar en nuestros árboles; las fragancias de las flores lo impregnan todo y siempre hay gente paseando por nuestras calles.
Hoy tenemos el cementerio más bonito de toda la región. Es tan bonito que mucha gente de otros lugares quiere ser enterrada aquí. Y tú, ¿quieres venir?

14 abril 2009

A TENER EN CUENTA ANTES DE MORIRSE

¿Se han parado a pensar alguna vez qué es lo que quieren que les pongan en la lápida cuando pasen a mejor vida? Porque mucha gente se muere sin haber especificado a sus familiares qué quieren que les recuerde cuando ya no estén. Parece asunto baladí, pero no lo es en absoluto, se lo digo con conocimiento de causa, pues he hablado con muchos difuntos y la mayoría dicen lo mismo. “¡Ya ves lo que me ha puesto, tu esposo no te olvida; pero si en toda su puta vida no se acordó del aniversario de nuestra boda, se va a acordar ahora de mí, el cabrón!” O aquél al que le pusieron: Tu esposa, tus hijos, tus hijas, tus hijos políticos, tus hijas políticas y tus nietos y nietas siempre te llevaran en su corazón. “Y un huevo, me decía, mis hijos e hijas me las hicieron pasar canutas, mis hijos políticos son unos desgraciados que se casaron con mis hijas por el dinero, y mis hijas políticas son unas pelanduscas, la madre que las parió, y de mi esposa qué quieres que te diga, se pasó la vida llorando para que soltara la tela, y ahora cuando viene a verme, un día al año, ya la ves, aún estoy esperando que vierta una lagrimita por mí.”
Comentarios así hay muchos, y todo se debe a la falta de previsión de los vivos. Porque por ejemplo: ¿a quién le haría gracia que en la lápida le pusieran una fotografía de hace veinte años, o la peor que se ha hecho en su puta vida? Pues eso pasa continuamente. Luego cuando le ponen la foto y ya difunto sale a ver cómo ha quedado y se ve, es que no se reconoce. Los hay que se han vuelto a morir. Hay jóvenes de veinte y pico años que les han puesto la foto de la comunión. Hombre, vale que sus padres estuvieran hasta los mismísimos de él, pero tampoco es eso. O a aquél pacifista al que le pusieron una fotografía de la mili, eso son ganas de joder.
Hay que ser previsores y dejar dicho qué es lo que queremos en nuestra lápida cuando nos muramos, que eso es para toda la muerte, y que ya que va para largo, por lo menos que uno esté a gusto y cómodo con lo que tiene.

09 abril 2009

BIENVENIDOS

Pues sí, qué quieren que les diga, un día te mueres y ya está. Hay que joderse.
Yo estaba de putamadre. Creo que lo tenía todo, incluso creo que era feliz. Lo tenía todo, sobre todo salud, o eso creía yo, por lo menos no me dolía nada, pero mire, la muerte es así de perra: llega sin avisar, y sin que te la esperes.
Ese día, o mejor dicho esa noche, me acosté temprano, pues al día siguiente tenía que madrugar para ir a trabajar. Recuerdo que me dormí enseguida, e incluso creo recordar que llegué a soñar algo agradable; cuando, no sé cómo ni por qué, noté que se me paraba la respiración y que empezaba a ahogarme, quería respirar pero el diafragma no respondía; también noté que el corazón se había parado, intentaba gritar pero las palabras no llegaban a mi boca, el aire que tenía en los pulmones, de mi última inspiración, no había forma de expulsarlo. Yo era consciente de todo esto, incluso notaba que estaba empalmado, ya ves tú para qué. Algo raro me estaba pasando pero no entendía bien qué cojones era. Hice un nuevo esfuerzo para gritar pero, nada, era imposible, y de pronto caí en la cuenta: estaba muerto. Pronto mi cerebro dejaría también de funcionar. En este caso supongo que lo correcto era dar mi último pensamiento a alguien, pero, ¿a quién?: a mi mujer, a mis hijos, a mis amigos, a la paella del último domingo... De pronto, mientras decido para quién quiero que sea mi último pensamiento veo un gran círculo de luz blanca que casi me ciega; me quedo estupefacto mirando la luz que se acerca a toda velocidad hacia mí y, a medida que se va acercando, se va haciendo cada vez más pequeña, más pequeña, más pequeña, hasta que se mete dentro de mí y ....

Y después, movimientos bruscos en mi cuerpo, gritos, llantos, rezos, el ataúd, el entierro, la fría tumba, y el silencio...

Pero la muerte no es el final, sino el principio de una nueva etapa. He tenido la suerte de conocer a un buen amigo, Corpi, y a partir de ahora le iré enviando una serie de cartas para que él las publique en su blog. Que las disfruten.